¿Por qué los musulmanes no queman banderas de EE.UU.?

Leoncio González (La Voz de Galicia) 06.05.11

A simple vista solo una cosa llama tanto la atención como las dificultades que tienen las autoridades de EE.UU. para fijar el relato definitivo de la muerte de Osama Bin Laden: la clamorosa indiferencia con que ha sido acogida por el mundo musulmán.

Si se exceptúan algunos funerales simbólicos en las zonas tribales de Pakistán y el pronunciamiento de contados líderes religiosos significadamente fundamentalistas, la mayoría de las capitales donde en principio cabría esperar protestas inflamadas por la ira y banderas norteamericanas quemadas han reaccionado con desidia a la eliminación física del jefe de Al Qaida. Incluso hay que estar en posesión de un radar muy fino para escuchar condenas de un hecho en apariencia ultrajante para el islam, como el que se haya arrojado a los tiburones su cadáver.

¿Un cambio repentino de chaqueta? No. En realidad, el último eslabón de un proceso de desencantamiento que empezó a percibirse con nitidez allá por los años 2006 y 2007. Si hemos de creer los datos de un estudio dado a conocer por el Centro Pew, que agrupa las encuestas que llevó a cabo los ocho últimos años en países como Pakistán, Egipto, Indonesia, Jordania, el Líbano o los territorios palestinos, el proceso se asemeja a una caída lenta pero inexorable por un plano inclinado: acabó dejando al artífice de la yihad global sin el amplio respaldo social del que gozaba, y con apoyos cada vez más decrecientes.

Como se observa en el gráfico, la confianza en el fundador de Al Qaida que confesaban los consultados era abrumadoramente alta hasta el año 2006. Osama llegó a tener un 72% de partidarios en Palestina, y bolsas de respaldo del 59, el 56 y el 46% en Indonesia, Jordania y Pakistán, respectivamente, mientras aún despedían humo los atentados del 11-S. A partir de ese momento, sin embargo, comienza una etapa de declive que erosiona las simpatías que despertaba en todos los países sondeados, con la excepción de Nigeria.

En el lugar donde más se le respeta ahora mismo fuera de este país, Palestina, ya solo están con él 34 de cada cien encuestados, 38 puntos porcentuales menos que en el momento en que se inició la serie. En Pakistán, el santuario donde se guareció de la cacería, lo respaldaban el año pasado el 18% de los preguntados, 28 puntos menos que en el 2003.

Las deserciones van acompañadas por un descenso igualmente acusado del apoyo a las técnicas brutales que son un signo distintivo de Al Qaida, como el empleo de terroristas suicidas. Al mismo tiempo, se precipitan en el 2009 y el 2010, los años en que los jóvenes árabes empezaron a ensayar las armas esencialmente pacíficas con las que plantaron cara a los dictadores decrépitos que les negaban el futuro.

Los dos hechos son cara y cruz. De esto no hay duda. Sin embargo, no se pueden disociar de las pautas pragmáticas que, entre tanto, han ido adoptando los movimientos islamistas bajo la inspiración de Turquía. Quizá sea casual que en este país se halle en el poder un partido islámico y haya a la vez un número insignificante de seguidores de Bin Laden. Pero la aspiración a la democracia y la lucha por mejorar las condiciones de vida, las dos premisas de un nuevo ciclo árabe, no dejan sitio a las exequias ruidosas que tanto gustan a los extremistas.

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